A riesgo de caer en la repetición, me gustaría hablar de nuevo sobre el dolor condicionado, casi impuesto por un cánon social. El diagnóstico por imagen puede ser muy acertado y útil en muchas ocasiones, pero existen también numerosas ocasiones en que puede resultar un arma de doble filo, capaz de condenar a las personas a una condición de sufrimiento muy duradero, por no decir eterno.

Me explico: es muy frecuente la consulta al profesional sanitario por dolor musculoesquelético (dolor en rodillas o caderas, dolor cervical o lumbar, dolor en un talón o en un hombro). Las circunstancias sociales, laborales y cronológicas de cada uno han podido determinar el uso/mal uso/sobreuso de una región del cuerpo concreta, la cual evidentemente y con el paso del tiempo desarrollará sus propios mecanismos de protección y adaptación para procurar el mantenimiento de su función. Supongo que está claro que estoy hablando de la temida artrosis. Se trata de un proceso lento y progresivo que acompaña a la renovación sucesiva del DNI (a muchos pacientes les gusta la alusión al mencionado documento).

Ahora bien, cómo explicamos la existencia de pacientes con dolor leve o moderado con cuyas imágenes radiográficas exhiben estructuras francamente catastróficas, frente a pacientes con dolor intenso o severo asociado a imágenes muy acordes con la normalidad.

En alguna ocasión se nos han mostrado radiografías con exhuberantes muestras de artrosis como ejemplo de diversas patologías que han resultado ser hallazgos casuales en personas asintomáticas o con muy poco dolor.

Se me ocurren dos ejemplos bastante claros: el llamado “espolón calcáneo” y la “osteofitosis vertebral”. En ambos casos existe un proceso de sobrecalcificación como mecanismo mediante el cual el organismo busca aumentar superfície de sustentación (caso de la osteofitosis) o reforzar una zona de inserción que sufre tracción excesiva. Pero lo más importante es que se trata de un proceso que lleva ocurriendo durante años en ese mismo organismo y que el dolor que se le atribuye no proviene del hueso en sí sino de componentes vecinos en ocasiones por fracaso de buena dinámica regional, y en otras como parte del complejo sistema cerebral de percepción que ha activado (como dice nuestro admiradísimo Dr. Goicoechea) “el programa dolor por posible peligro de daño”.

Esto explicaría quizás la diferencia entre “hace tres días, cuando no me dolía” y “hoy, que me he levantado con un dolor insoportable en el talón”.
Lo que está claro en este caso es que ese exceso de hueso no duele y recurrir a su imagen cada vez que hay que justificar un dolor es una forma gratuita y poco esperanzadora de combatirlo. Podríamos acabar con dos espolones: uno en el calcáneo y otro a modo de mayordomo, abriendo la famosa puerta de entrada de la percepción dolorosa del cerebro.

En conclusión: ¡Las radiografías no duelen!